Nuestro cine, el mexicano, ha sido un espacio de exploración de muchos oficios, estereotipos y personajes: la madre intachable, la abuelita cándida, el galán, el pobre, el pachuco, el luchador. Otros sólo han sido tocados de manera periférica y, muchas veces, como un acto de rebeldía, como mecanismo para romper el tabú que impera sobre ciertos temas e instituciones.
Tal es el caso de las figuras del ejército, la policía y la iglesia, por ejemplo. De momento podemos dejar a esta última fuera, ya “El crimen del Padre Amaro” hizo suficiente por esta causa; mientras que las otras 2 instituciones responsables del orden de este país, por más películas como “El violín”, “Heli”, “Rojo Amanecer” y un buen puño más, parecieran seguir debiendo en la pantalla grande. Casos como el del joven Marco Antonio Sánchez Flores en Ciudad de México son llamados claros a la activación de la sociedad, para el llamado a cuentas de las autoridades y, finalmente, en otra línea de batalla, a ser memoriales vueltos películas, sean ficciones o documentales.
No es fortuito que estemos viendo emerger muchos cineastas que retratan la corrupción, la violencia, el abandono de jóvenes y ancianos en nuestro país. El sistema judicial es también personaje constante en el imaginario cinematográfico, no así la policía y el ejército; 2 zonas negras y difusas que exigen ser clarificadas, exploradas y puestas a prueba, tanto en la pantalla como en el mundo real.